La Noche Triste: Hernán Cortés y sus hombres sucumben a la venganza azteca
Muerto Moctezuma, los conquistadores españoles y sus aliados tlaxcaltecas intentaron huir de Tenochtitlán, con el oro a cuestas
La noche del 30 de junio al 1 de julio de 1520, los conquistadores españoles al mando de Hernán Cortés huyeron de la ciudad de Tenochtitlán, capital del imperio azteca. Muchos de ellos sólo lo intentaron, porque se quedaron encerrados en la isla-matadero o porque los guerreros indígenas alcanzaron a tiempo su sangre para ofrendarla a sus dioses. Bernal Díaz del Castillo, autor (ahora discutido) de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, soldado presente en aquel episodio, calcula que fueron como 600 sus compañeros muertos.
Aquella batalla ha pasado a la Historia como la Noche Triste, pero no fue triste sólo para los españoles, también lo fue para sus aliados tlaxcaltecas, que sufrieron miles de muertos. Para los enemigos aztecas (o mexicas) tampoco fue una Noche Alegre, sino una Noche de Venganza, en la que ajustaron una larga lista de cuentas con los invasores. Se podría decir que se las devolvieron todas juntas: la entrada sin permiso, el secuestro de Moctezuma, las recientes matanzas, las afrentas a los dioses, el robo del oro… Etcétera. Pero contémoslo poco a poco.
La matanza del Templo Mayor
Los españoles habían entrado en la capital del imperio el 8 de noviembre de 1519, es decir, que se disponían a pasar su primer verano en Tenochtitlán. Pero la situación se complicó. En ausencia de Hernán Cortés, que fue a combatir la expedición de su compatriota y sin embargo perseguidor Pánfilo de Narváez, el capitán Pedro de Alvarado quedó con mando en plaza en la capital azteca. Este adelantado decidió lanzar un ataque preventivo a los ocupados para evitar sublevaciones. En este caso, a la vista de los resultados, no valió más prevenir que curar. El ataque de Alvarado se conoce como la matanza del Templo Mayor.
Era una fiesta religiosa para los aztecas, para la que el propio Alvarado había concedido permiso. El templo congregaba a la flor y nata de la sociedad azteca: sacerdotes, capitanes, caciques, intérpretes de códices y jóvenes guerreros, que cantaban y bailaban en honor a sus dioses. Iban desarmados. En un momento dado, Alvarado ordenó cerrar todas las salidas del patio sagrado, y la fiesta trocó en masacre. «Dieron un tajo al que estaba tañendo el tambor, le cortaron ambos brazos y luego lo decapitaron, lejos fue a caer su cabeza cercenada, otros comenzaron a matar con lanzas y espadas; corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos», narra Fray Bernardino de Sahagún. De las crónicas de Indias se desprende que los españoles y sus aliados indígenas actuaron con premeditación, alevosía y ensañamiento, además de violar el espacio sagrado de los aztecas. En el Templo Mayor padecieron y murieron entre trescientos y seiscientos hombres, mujeres y niños.
La muerte de Moctezuma
Esta brutal matanza rompió el statu quo y fue un antecedente de la Noche Triste. Hasta entonces, la colaboración de Moctezuma II, huey tlatoani (gran orador) de los nativos y prisionero de los españoles, había aplacado los ánimos de la población azteca. Pero la matanza del Templo Mayor desbordó el vaso de la paciencia de los mexicas, y una muchedumbre enfurecida cercó el palacio de Axayácatl, donde vivían Moctezuma y sus guardianes. Así lo cuenta Bernal Díaz del Castillo: «Y desde que amaneció, vienen muchos más escuadrones de guerreros, y vienen muy de hecho y nos cercan por todas partes los aposentos, y si mucha piedra y flecha tiraban antes, muchas más espesas y con mayores alaridos y silbos vinieron este día».
El relato de Díaz del Castillo, capítulo 126, refleja de manera harto elocuente la tensión y el dramatismo de aquellos instantes: «Y viendo todo esto, acordó Cortés que el gran Montezuma les hablase desde una azotea y les dijese que cesasen las guerras, y que nos queríamos ir de su ciudad. Y cuando al gran Montezuma se lo fueron a decir de parte de Cortés, dicen que dijo con gran dolor: “¿Qué quiere ya de mí Malinche? Que yo no deseo vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído”. Y no quiso venir, y aun dicen que dijo que ya no le quería ver ni oír a él ni a sus falsas palabras ni promesas y mentiras. Y fue el padre de la Merced y Cristóbal de Olí y le hablaron con mucho acato y palabras muy amorosas. Y dijo el Montezuma: “Yo tengo creído que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la guerra, porque ya tienen alzado otro señor y se han propuesto no dejaros salir de aquí con vida, y, así, creo que todos vosotros habéis de morir”.
«Y Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados…»
El caso es que Moctezuma se asomó al balcón y pidió calma a los mexicas. Muchos principales y capitanes le obedecieron y ordenaron a sus subordinados que se callaran y que dejaran de tirar varas, piedras y flechas. Al mismo tiempo le informaban de que ya habían elegido a un pariente suyo, Cuitlahuac, por gobernante, y expresaban sus mejores deseos para el líder secuestrado y sus peores para los españoles. Sin embargo, la lluvia de varas y piedras no cesó, hasta el punto que tres pedradas alcanzaron a Moctezuma –una en la cabeza, otra en un brazo y otra en una pierna-, causándole heridas por las que murió tres días después. Al menos, esto es lo que cuenta Bernal Díaz del Castillo; existen otras versiones sobre la muerte de Moctezuma, algunas de las cuales afirman que murió a manos de los españoles. Si creemos a Bernal: «Y Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados, y algunos (…) tanto como si fuera nuestro padre (…) tan bueno era».
La muerte de Moctezuma dejó a los españoles en una situación insostenible, cercados por miles de guerreros mexicas sedientos de venganza, y sin apenas víveres en el palacio Axayácatl. Para mayor adversidad, los nativos habían desmontado los puentes de acceso a la isla. «Veíamos nuestras muertes a los ojos, y las puentes que estaban alzadas», dice Bernal. La huida era improrrogable y la organizó Cortés. Éste ordenó cargar todo el oro que fuera posible, separando el quinto del Rey -una quinta parte del tesoro que debía entregarse a Carlos I de España y V de Alemania- y encomendó el transporte de esta parte a los oficiales del monarca Alonso de Ávila y Gonzalo Mejía. Para lo restante del botín, que en total superaba los 700.000 pesos de oro, Cortés dispuso: «Los soldados que quisiesen sacar de ello, desde aquí se lo doy, como ha de quedar perdido entre estos perros». Muchos soldados se lastraron de oro hasta las cejas. Otros, como Bernal, fueron más prudentes: «Yo digo que no tuve codicia, sino procurar de salvar la vida, mas no dejé de apañar de unas cazuelas que allí estaban unos cuatro calchuis, que son piedras entre los indios muy preciadas…»
«En total huyeron entre mil y dos mil españoles junto a 10.00 tlaxcaltecas»
La expedición se organizó del siguiente modo: a la vanguardia iban Gonzalo de Sandoval, Diego de Ordás, Francisco de Acevedo, Francisco de Lugo, Antonio de Quiñones y Andrés de Tapia, con cien soldados, mancebos sueltos, veinte jinetes y 400 tlaxcaltecas; en medio, con el tesoro, iban Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, junto con la artillería, Malintzin –la querida de Cortés- y otras mujeres indígenas, los prisioneros mexicas y el grueso de las fuerzas españolas y aliadas; y en la retaguardia marchaban Pedro de Alvarado, Juan Velázquez de León, la caballería y la mayor parte de los soldados arrebatados a Pánfilo de Narváez. En total, entre mil y dos mil españoles junto a más de 10.000 tlaxcaltecas .
«Toda la laguna cuajada de canoas»
A la señal de Cortés los fugitivos partieron bajo la consigna de silencio, cuidando el relincho de los caballos. El plan era construir un puente con vigas del palacio de Axayácatl, salir de la isla y marchar hacia Tacuba, para luego reagruparse con sus aliados en Tlaxcala. No obstante los esfuerzos de sigilo, fueron detectados y en seguida el lago de Texcoco se atiborró de canoas cargadas de feroces guerreros, que acudían a la llamada de los tambores.
Así lo cuenta Bernal: «Y estando en esto, suenan las voces y cornetas y gritas y silbos de los mexicanos, y decían en su lengua a los del Tatelulco: “¡Salid presto con vuestras canoas, que se van los teules, y atajaldos, que no quede ninguno con vida!” Y cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíamos valer, y muchos de nuestros soldados ya habían pasado».
«En la Noche Triste llovía y la sangre se mezclaba con el agua»
Cortés y los hombres que alcanzaron la otra orilla, tuvieron que abrirse paso a cuchilladas y estocadas ante el gran número de enemigos que aguardaban al otro lado del puente, armados con largas lanzas. «¡Oh cuilones (homosexuales), y aún vivos quedáis!», les gritaban. La Noche Triste fue una noche de perros en la que llovía y la sangre se mezclaba con el agua, que a cada instante se tornaba más y más roja. «No podíamos hacer cosa ninguna, pues escopetas y ballestas, todas quedaban en la puente, y siendo de noche, ¿qué podíamos hacer sino lo que hacíamos? ¿Que era arremeter y dar algunas cuchilladas a los que nos venían a echar mano, y andar y pasar adelante hasta salir de las calzadas?», se pregunta Bernal.
En un momento dado, algunos capitanes sugirieron a Cortés, herido en una mano, retornar para amparar a los rezagados, y él contestó que los que habían salido era de milagro. No obstante, intentaron el regreso por la calzada, pero enseguida toparon con Pedro de Alvarado, herido, uno de los últimos en escapar del infierno azteca. En la laguna quedaron sepultados cientos de españoles y txalcaltecas, junto con decenas de caballos y yeguas y el noventa por ciento del tesoro de Axayácatl. Al oír el relato de Alvarado, Hernán Cortés no pudo contener las lágrimas.
La batalla de Otumba
Después de la Noche Triste los supervivientes emprendieron un largo e incómodo viaje hacia Tlaxcala, con el aliento de los envalentonados mexicas en la nuca. El 7 de julio de 1520 se produjo la decisiva batalla de Otumba, en la que decenas o incluso cientos de miles de combatientes mexicas y aliados asediaron ferozmente a los supervivientes españoles y tlaxcaltecas.
La infantería española mantuvo una posición cerrada, protegiéndose con sus corazas, rodelas (escudos), picas y espadas de las durísimas embestidas aztecas. Gracias a los tlaxcaltecas supo Cortés que matar al cihuacóatl, el jefe de los ejércitos, y arrebatarle su estandarte real decidía batallas entre los amerindios, así que al grito de ¡¡Santiago y cierra España!! ordenó una carga de caballería para romper el cerco y lograr este objetivo. El propio Cortés derribó a Matlatzincatzin y Salamanca lo mató con su lanza. Descabezado, el ejército enemigo se dispersó y ya no volvieron a perseguir a los españoles, que pudieron replegarse a Tlaxcala. Allí se reorganizaron y reforzaron para preparar el asalto definitivo a Tenochtitlán, que caería el 13 de agosto de 1521.
Fuente: ABC.ES